Me encanta cantar para oradores, profesores, artistas y, básicamente, para cualquiera que tenga un mensaje en el corazón, en cualquier escenario, grande o pequeño.
Para personas que no necesitan pensar demasiado, porque ya han vivido su historia. Que tocan corazones con sus palabras y aportan respuestas a preguntas (de la vida).
Cantar para la gente del escenario y su público afloja algo, crea una atmósfera en la que la energía cambia casi de forma natural: de cerrada a abierta, de "¿qué debo hacer con esto?" a "reconozco eso". Ayuda al orador y al público a encontrarse, a sentirse.
Cuando canto, sucede algo especial. Una vibración que no sólo potencia las palabras, sino que tiende un puente. Un puente de energía que todos los presentes captan, donde las emociones se liberan y todos pueden ser ellos mismos por un momento. Ahí es donde está la verdadera magia, donde algo cambia, en la sala, en ti y en ellos.
Cantar para los oradores y su público hace algo que las palabras de los oradores a menudo no pueden hacer: lleva la mente al silencio y abre el corazón. Y es ahí, en el corazón, donde realmente nos encontramos. En ese espacio en el que las palabras a veces se quedan cortas, el canto lo une todo.
A través del canto, nos adentramos juntos en un mundo que va más allá de las palabras. Oradores y público se encuentran en una experiencia que, más que inspirar, cambia algo en nuestro interior.
Todos somos un haz de energía, siempre en resonancia con lo que ocurre a nuestro alrededor. El canto se nutre de ese flujo de amor, apertura y armonía. Literalmente, une a todos los presentes en una energía más ligera y conectiva.
Cuando alguien canta para conectar, especialmente desde el corazón, surge una especie de armonía. La cabeza, el corazón y el cuerpo de todas las personas se alinean. Esta energía es contagiosa, se siente en todas partes. A los oradores les ayuda a tomar tierra, con confianza y con la vibración adecuada. ¿Y para el público? Pasan de juzgar a escuchar, o de la distancia al compromiso.
Cantar nos lleva a un lugar que las palabras por sí solas no pueden. Eleva al orador y al público a un plano superior, en el que es posible la conexión y el crecimiento reales.